Fue hacia 1975 cuando tuve las primeras noticias del discreto arribo de doctorados de la Ivy-League (Harvard, Yale, Stanford et al) a niveles de cierta importancia dentro de la administración pública mexicana. Yo cursaba entonces mi maestría en el TEC y por tanto creía en el mito de que la estafeta de la salvación humana había pasado directamente de los apóstoles de la Biblia a nosotros, los posgraduados de los tecnológicos. Por cierto que entonces me daba clase de microeconomía un agudo teórico llamado Sócrates Rizzo, miembro del equipo de quien resultaría ser el gran patriarca de esa nueva clase en el poder: Carlos Salinas, influyente cuadro medio en la Secretaría de Programación y Presupuesto.
Mi amigo Marco Murray, doctor en ciencis por el MIT, tomó con escepticismo mi entusiasmo. “Esa preparación nomás les servirá para robar con más eficacia”, pronosticó entre carcajadas. ¡Gloria de inocencia la mía! Yo entonces no sólo no le creí, sino que empecé a dudar de su capacidad intelectual. Disculpa mi ingenuidad, queridolectora, y recuerda que estábamos entonces en pleno delirio echeverrista que desembocaría pocos meses más tarde en la traumática devaluación que llevó el peso de su legendaria cotización de 12.50 a 22 por dólar. Lo que era evidente entonces era la devastación económica, social, política y moral provocada por el voluntarismo fascistoide de don Luis. Ante eso, la formalidad de una toma de decisiones basada en rigurosas ecuaciones y no en el chantaje, el amiguismo, la presión corporativa, parecía un salto cualitativo. ¡Ja!
Pasó la Docena Trágica y llegó la Dieciochena Patética. Echeverría y Jolopo dejaron su sello de corrupción despilfarradora. Los siguieron De la Madrid, Salinas y Zedillo, y la herencia no fue esencialmente mejor: una corrupción aún mayor, pero ahora concentradora. Entonces entendí de qué se reía Marco Murray hace 25 años: se reía de mí… con toda razón. Y es que entonces yo no sabía que saber muchos datos no es sinónimo de saber gobernar; por ejemplo en EU el sucesor de Lincoln, Andrew Johnson, nunca fue a la escuela, en tanto que James Garfield podía escribir en latín con una mano y en griego con la otra, simultáneamente; a pesar de lo cual muchos estudiosos sostienen que Johnson fue mejor presidente que Garfield.
Mi amigo Marco Murray, doctor en ciencis por el MIT, tomó con escepticismo mi entusiasmo. “Esa preparación nomás les servirá para robar con más eficacia”, pronosticó entre carcajadas. ¡Gloria de inocencia la mía! Yo entonces no sólo no le creí, sino que empecé a dudar de su capacidad intelectual. Disculpa mi ingenuidad, queridolectora, y recuerda que estábamos entonces en pleno delirio echeverrista que desembocaría pocos meses más tarde en la traumática devaluación que llevó el peso de su legendaria cotización de 12.50 a 22 por dólar. Lo que era evidente entonces era la devastación económica, social, política y moral provocada por el voluntarismo fascistoide de don Luis. Ante eso, la formalidad de una toma de decisiones basada en rigurosas ecuaciones y no en el chantaje, el amiguismo, la presión corporativa, parecía un salto cualitativo. ¡Ja!
Pasó la Docena Trágica y llegó la Dieciochena Patética. Echeverría y Jolopo dejaron su sello de corrupción despilfarradora. Los siguieron De la Madrid, Salinas y Zedillo, y la herencia no fue esencialmente mejor: una corrupción aún mayor, pero ahora concentradora. Entonces entendí de qué se reía Marco Murray hace 25 años: se reía de mí… con toda razón. Y es que entonces yo no sabía que saber muchos datos no es sinónimo de saber gobernar; por ejemplo en EU el sucesor de Lincoln, Andrew Johnson, nunca fue a la escuela, en tanto que James Garfield podía escribir en latín con una mano y en griego con la otra, simultáneamente; a pesar de lo cual muchos estudiosos sostienen que Johnson fue mejor presidente que Garfield.
Fuente: Guillermo Farber