25/1/15

Fruslerias: Enemigos del Alma

Sinaloa era Leopoldo Sánchez Celis. Atrabiliario y pistolero, socarrón y dicharachero, sonriente y despiadado, de puro y de sombrero, de pistola y de frases ingeniosas, el Polo era un ejemplo perfecto del tipo político producido por el PRI en las décadas gloriosas de los 40´s y 50´. Era al modo del Alazán Tostado, Gonzalo N. Santos, por decir: caciques provincianos bragados y entrones, para quienes la moral era un árbol que daba moras, vivir fuera del presupuesto era vivir en el error, la democracia estaba nomás en las urnas robadas, y amistad que no se reflejaba en la nómina del gobierno no era amistad.


En la trayectoria escalafonaria entonces obligada para un político profesional a la vieja usanza, entre otros cargos el Polo había sido compañero de banca, en la Cámara de Diputados, de Carlos Hank González y de Pancho Galindo Ochoa, de quienes fue amigo inseparable hasta su muerte (dato ocioso puesto aquí nomás para documentar tu optimismo, queridolectora).

Entre las muchas anécdotas memorables del Polo viene a cuento la siguiente. Ocurrió a mediados de su gobierno. Como todo gobernador que entonces se respetara, era dueño de vidas y haciendas (lo que hoy ya sólo sucede en ciertas zonas jurásicas del territorio nacional, como Tinocorícuaro, antes Michoacán). Luego, nadie osaba pisarle la sombra ni por equivocación. Nadie, salvo un periodista especialmente necio, que un día sí y otro también le lanzaba durísimas críticas en su columna.

Un buen día, entra el Polo en una famosa cantina de Culiacán y tópase de manos a boca con el periodista de marras (nótese el estilo literario acorde con la época). Ante el arribo del temido patriarca, quédase el plumífero congelado en su silla (lo de congelado es un decir; recuérdese que estamos en Culiacán). Pero el Polo, sin llevarse la mano a la pistola y sin borrar de su rostro esa sonrisa taimada que ya ningún sinaloense cometía el error de confundir con bonhomía o dulzura, se le acercó y le puso la mano en el hombro.

“¡Ah, qué mi amigo!”, le dijo en voz bien alta para que llegara hasta el último rincón del digno establecimiento. “No se preocupe. Usted y yo seremos enemigos cuando yo lo decida, no cuando usted quiera.” Y dándole palmaditas afectuosas remató su mensaje: “Y cuando eso pase, usted no tendrá ni tiempo de enterarse.”

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